Un club que aglutina un cuerpo social anulando cualquier diferencia entre sus partes, una camiseta que se usa como bandera de identidad y armadura de combate, un color que puede determinar de antemano el destino victorioso o vencido de una familia y sus futuras generaciones, un escudo que apela a un legado por adopción, un estadio que se convierte en hogar compartido, un jugador estrella sobre quien se proyectan los anhelos de trascendencia y las frustraciones de los sueños denegados.
Al igual que sucede dentro de otros ritos de comunión social, como la política o la religión, el futbol es uno de los pocos fenómenos de las sociedades contemporáneas que logran elevar las pasiones al grado del fanatismo. Sus protagonistas devienen en proyecciones reificadas por el público y son reducidos a meras imágenes idealizadas, despersonalizadas y extraídas de sus propios cuerpos para convertirlos en imágenes inmateriales que sirven de vehículos a la conciencia colectiva. En la lógica de la celebridad de la sociedad espectacular, el jugador es ahora más que un atleta –y el equipo más que un club– que cobra la función de representar los deseos de ser alabado como deidad o injuriado como chivo expiatorio, dependiendo de los vaivenes del humor del público o el resultado de la competencia.
En Disolvencia, Claudio Correa presenta una serie de obras que apelan con un gesto irónico a la relación que se teje entre el éxtasis deportivo, la reducción de la celebridad a su imagen idealizada y la crítica de la cultura de masas en nuestra sociedad contemporánea. Pastillas efervescentes sobre las que han sido grabados los rostros de icónicos personajes del fútbol – leyendas como Lionel Messi, Diego Armando Maradona, Gerard Piqué o Cristiano Ronaldo– se disuelven en agua y simulan el sonido emanado por el frenesí del público que grita al unísono un gol o la victoria de su equipo para irse fundiendo lentamente con el todo. Estas tabletas son contrastadas por una medalla de la diosa alada de la victoria Niké que hace eco a las condecoraciones militares inscritas con la leyenda de “Misión Cumplida” que fueron entregadas durante la dictadura chilena a civiles y militares como reconocimiento por realizar “servicios distinguidos”. En este caso, la medalla premia a los deportistas elegidos por su capacidad para mantener esa figura idealizada en cada momento de su movimiento frente a la ácida mirada del escrupuloso espectador.
Con un incisivo tono humorístico, Correa establece así una crítica sobre los dinamismos de identificación y comunión multitudinaria que emergen en nuestras sociedades frente a los mecanismos de desactivación de las masas, como la virtualización de las relaciones sociales en nuestra condición pandémica actual.
Texto: Cristina Sandoval
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