Comparte:
Todo comienza con Karin Kneffel: un edredón deshecho, una televisión antigua donde cabalgan cowboys sin destino y, en el suelo, un jarrón roto. La escena tiene algo de prólogo, como si llegáramos tarde a la trama. Lo importante ya ha ocurrido, pero sus ecos permanecen: los pliegues, los trazos y pedazos.
Los sonidos de Glenda León, transformados en esculturas azules, son murmullos que vienen de otro tiempo: el relincho de un caballo, pájaros que vuelan, el soplo del viento. Como si la película de la televisión hubiera escapado al espacio y se hubiera convertido en materia. Sus formas palpitan, recordándonos que lo invisible también deja huella.
Los leporellos y figuras bañadas en cera donde la artista Sandra Vásquez de la Horra nos sugiere una narración íntima, casi secreta. Aymarás, El bañista y El tango feroz aparecen como viñetas de un cuento dentro del cuento: personajes que avanzan entre casitas de papel, sombras de ritual, gestos de cuerpo y memoria.
Las plumas de Elena del Rivero, suspendidas como cartas que vuelan, se pueden interpretar como mensajes frágiles en tránsito. Flying Letter #24 parece escrita para alguien que nunca llegará a leerla, pero su movimiento mantiene vivo el intento de comunicación. Contiguo, un menhir de acero inoxidable de irrumpe como un sueño lúcido: una presencia vertical, espejo y umbral. La obra de Gonzalo Guzmán nos sugiere una piedra imposible, brillante, que nos recuerda que toda historia necesita un lugar donde detenerse a pensar.
Cerca, el hierro de Jaume Plensa condensa el peso de lo humano en lo abstracto. Su CAP III nos evoca cabeza y silencio, masa y pensamiento. Una pieza que no explica literalmente, pero contiene: como si guardara en su interior el secreto del relato que aún no sabemos leer. En el suelo, la estructura de Susana Solano que evoca espacios transitados, así como la campana de Evru/Zush que guarda en su interior la resonancia de todos los sonidos que han sido y de aquellos que aún pueden ser escuchados.
Así, entre trazos y pedazos, la mezzanina se convierte en un escenario. La pintura es prólogo; las esculturas, capítulos; los sonidos, murmullos de fondo. Podemos recorrer la sala como quien atraviesa un cuento abierto: un relato de acción y consecuencia, de gestos y de huellas visibles e invisibles.
Todo está en tránsito, en tensión. Como un sueño que se fragmenta al despertar.

























































































